Fernando Savater visita a Ramos Sucre

Savater escribe sobre Ramos Sucre, luego de visitar su tumba en Cumaná:

La breve obra de José Antonio Ramos Sucre aparece en el primer cuarto de siglo. No alcanza, sin embargo, pleno prestigio entre escritores y lectores venezolanos hasta los años cincuenta. Poesía íntima, valga el pleonasmo, compuesta por pequeños textos en prosa que brindan oscuras y altivas parábolas. Con un modernismo sobrio, muy elaborado, canta invocaciones de un pesimismo atroz, que a veces no desdeña cierta truculencia tétrica en la expresión. Ramos Sucre se quiso hermano de Leopardi; lo fue quizás aún más de Poe y Lovecraft. En ciertos momentos preludia a Cioran, pero a un Cioran totalmente desprovisto de humor. Perpetuamente insomne, torturado por una incurable melancolía y por una crónica enemistad con su cuerpo, se recrea veces en imágenes de camafeo que hoy parece que vuelven a estar de moda: «Yo caí de rodillas sobre la hierba dócil, rezando un terceto en alabanza de Beatriz, y un centauro desterrado pasó a galope en la noche de la incertidumbre». Bifurcó su vida de modesto profesor y funcionario del raudal lívido y suntuoso que brotaba de su alma, tal como lo cuenta uno de sus comentaristas (Tomás Eloy Martínez):

Apenas sintió que podía anclar confiadamente en su propia imaginación, se entregó al riesgo de la doble vida: por fuera, compartió la rutina de sus contemporáneos —las pensiones de Caracas, las retretas del domingo en la plaza Bolívar, el trabajo monótono de la oficina—; por dentro, organizó un planeta de mandarines y de pintores flamencos, de ánades y lobos, de jinetes ucranianos y princesas de palanquín.

Quien pueda, que se atreva a tirarle la primera piedra por «escapismo».

*Citado de «Un domingo con Cecilia», en Sobrevivir, págs. 120-121.

Mucho se habló durante su vida, y también después, de la misoginia de Ramos Sucre. Los biógrafos modernos prefieren mencionar su «sexualidad atormentada» (¿cuál no lo es?) y recuerdan su niñez reprimida y su juventud acomplejada, morbosamente estudiosa. En alguna de sus cartas, el poeta protesta con vehemencia contra esta reputación de misoginia. Cierto es que la mención frecuente de mujeres «livianas» en sus textos y algunos aforsimos («El matrimonio es un estado zoológico», «Los hombres se dividen en mentales y sementales») documentan la leyenda, pero quizá revelan más bien un fascinado horror por el coito que el menosprecio de la hembra. Parece que este solterón sin remedio cultivó fanáticamente la admiración por algunas bellas inasequibles de la crónica mundana de la época, mientras descargaba su afectividad conmovedoramente retórica en las cartas a una prima comprensiva y linda. Pero la condición sometida de ciertas mujeres no le fue indiferente. Siendo juez accidental de primera instancia en lo civil, al año siguiente de obtener su título de abogado, dicta una sentencia de divorcio argumentando en contra de las leyes establecidas en el país: «El abandono voluntario de que fue víctima la demandada creó en esta sociedad una situación inmoral que debe ser suprimida… no puede acatarse la imposición sobre la persona humana del yugo de una situación insostenible». Su sentencia fue muy comentada y contribuyó a la reforma de la legislación entonces vigente. Es éste uno de los pocos casos de intervención pública con intención justiciera de este hombre retraído, voluntariamente marginado y cuya conciencia política no le impidió servir durante años al dictador Juan Vicente Gómez en el Ministerio de Relaciones Exteriores. No deja de haber cierta paradoja en que destacados escritores de izquierda le hayan tomado luego como mentor literario. Pero esta tensión entre lo íntimo y su uso social es el destino mismo del poeta. En su Elogio de la soledad, de la cual dice que algunos la reputan «de prebenda del cobarde y del indiferente», este solitario quiso hablar de sus solidaridades.

No rehúyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirándome a la celda del estudio; yo soy el amigo de paladines que buscaron vanamente la muerte en el riesgo de la última batalla larga y desgraciada; y es mi recuerdo desamparado ciprés sobre la fosa de los héroes anónimos.

*Citado de «Un domingo con Cecilia», en Sobrevivir, págs. 122-123.

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