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La poesía de José Antonio Ramos Sucre. Augusto Mijares (ii)

Anotemos de paso el poder con que el autor maneja el movimiento o sugiere el reposo; así, cuando arrebata la figura de Bermúdez de la malvada leyenda popular y, en un párrafo, nos deja de pronto inmóvil al «caballero cejijunto», mientras en el fondo del cuadro se atropellan sus hazañas numerosas.

Por otra parte, no es Ramos Sucre «de esos que piensan con la pluma mojada en la mano y menos todavía de los que se entregan a sus pasiones ante el tintero abierto, sentados en su sillón y mirando el papel», sus héroes ya han vivido copiosamente en su espíritu cuando se decidía a presentárnoslos; diríase que sólo recurre a la expresión literaria cuando la tensión lírica se le hace insoportable.

Nos transmite entonces la escena que en el momento ve, un fragmento de la interesantísima aventura; pero no por eso cada uno de estos poemas en prosa deja de ser completo y definitivo. El autor aborrece seguramente esa tiranía de socorridas menudencias con que paralizan al lector otros más cautos; tiene la arrogancia de abandonar sus personajes para que vivan en nosotros, porque sabe que su vitalidad no peligra cuando cerramos el libro; las almas tacañas podrán rehuirlos, atermorizarse, pero no trasladarlos a empresas vulgares. Cada uno de ellos sigue viviendo según su voluntad, como Héroes.

Desbordan así estos poemas en lances temerarios, ideas insomnes, pasiones que rehúsan resignarse. Para el que no puede pasar días sin devorar una ración de periódicos o de novelas pseudo naturalistas, esta poesía resulta desconcertante; el que sabe mirar con prudencia la letra de molde y ama las aventuras espirituales, leerá uno de estos poemas, supongamos esa punzante descripción de «El Fugitivo», y sentirá la necesidad de mantenerse en suspenso, para esuchar, ahora por boca del propio personaje, el relato de sus fatigas; o para seguirlo todavía en su aventura alucinante.

Y al terminar, después de muchos días, el libro, ante la creación con que encuentra enriquecidas para siempre sus perspectivas mentales, sentirá para el autor el agradecimiento con que los perseguidos de La Odisea recibían la hospitalidad, sentados a la mesa de los Héroes. El Aeda cantaba para ellos, y sus miradas, todavía inseguras de fluctuar sobre el peligro, descansaban divagando sobre los muros de la mansión acogedora o siguiendo el ir y venir de las afanosas doncellas.

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El Universal. Caracas, 15 de junio de 1930.

* Notas relacionadas: La poesía de José Antonio Ramos Sucre. Augusto Mijares (i).

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La poesía de José Antonio Ramos Sucre. Augusto Mijares (i)

Poeta en prosa, y como tal ininteligible y molesto para los que no acceden a aventurarse en el torbellino lírico sino cuando han sido previamente advertidos por la apariencia de los renglones cortos.

Poeta de élite que exige al lector un espíritu casi tan ágil como el del propio artista, porque no es éste, ciertamente, de los que construyen peldaños de declamación para hacerse más accesibles a las almas fláccidas.

Poeta que convive con los personajes de Dante, Shakespeare y Homero, y siente y quiere afirmar que ellos tienen una realidad más cierta y más legítima que la del transeúnte callejero.

No será, pues, para aquellos que pretenden considerar como un descanso la lectura y sólo le dedican los ratos de extenuación en que ya no pueden divertirse o ganar dinero; tampoco para los que juzgan insensato todo lo que se mueva fuera de su ambiente espiritual de ideas familiares y sentimientos comedidos.

Almas infatigables en un ambiente densísimo y trágico, he ahí la impresión total que nos deja; y no quedan exceptuados ni aun aquellos poemas que parecen puramente descriptivos, pues una de las características de esta poesía es la violencia con que la figura humana se convierte en centro y razón de todo lo que vemos: en la descripción de tal castillo, del ocaso, de un paisaje, mucho más que la imagen plástica, tan nítida sin embargo, lo que se nos trasmite es, directamente, la pasión o la idea, la epopeya humana que allí vivieron; es lo que el Hombre ha sufrido, gozado o meditado allí, lo que hace que este paisaje sea para siempre inconfudible; fisonomías tan definidas, relieves tan conmovedores, no se producen objetivamente en la naturaleza.

1930 de Gustavo Valle

Durante las últimas semanas, han aparecido en la blogósfera diversos textos sobre Ramos Sucre y la novela de Rubi Guerra, La tarea del testigo. Ya publiqué la reseña de Carolina Lozada. Ahora le toca el turno a Gustavo Valle, ganador de la Bienal de novela Adriano González León 2008 con Bajo tierra, y quien dejó esta nota hace pocos días en su blog, The cuatreros.

Hace varios años, cuando vivía en Madrid, me dio por ir tras la pista de José Antonio Ramos Sucre en Europa, sin duda la etapa más oscura y enigmática en la vida del poeta. Sin yo ser una especialista (ni en Ramos Sucre ni en nada parecido o desaparecido) tuve la disparatada idea de despejar las huellas mejor borradas de nuestro poeta cumanés, y lo primero que se me ocurrió fue escribir al Troppeninstitut de Hamburgo:

Hola, soy profesor del Colegio de Altos Estudios de Cultura y Literatura Venezolanas (mentí), dedicado a la vida y obra del poeta J.A.R.S (mentí otra vez), quien estuvo internado en esa institución en 1930. Cualquier información, por mínima que esta sea, me será de enorme utilidad. Gracias.

Me respondió la jefa del servicio de comunicaciones del Troppeninstitut con una puntualidad germana. Pero sus noticias eran desalentadoras: los archivos del instituto correspondientes a 1930 habían desaparecido en un incendio tras el bombardeo que destruyó buena parte del edificio (y de la ciudad) en 1943.

Tras este tropiezo, intenté ponerme en contacto con alguna persona en Merano (norte de Italia, provincia de Bolzano), el lugar donde Ramos Sucre fue a respirar los aires salutíferos de la montaña, por recomendación expresa de los doctores de Hamburgo. Di con las señas del cronista de aquella ciudad bilingüe (límite entre Italia y Austria), y me presenté como un “Doctor en Lenguas Romances, encargado del área de investigación histórica y literaria de la Universidad Pontificia de Caracas, y líder del proyecto de reconstrucción de la memoria de los poetas latinoamericanos, capítulo Venezuela”.

El cronista (cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, pero a quien podemos llamar Enrico, el buen Enrico) se tomó el tiempo, el trabajo, la paciencia y el entusiasmo de rastrear algún vestigio de nuestro bardo cumanés en aquel bucólico pueblito.

¡Albricias! Al cabo de dos semanas llegaron a mi buzón de correo, escaneados, un mapa antiguo de Merano, dos fotos de la época del sanatorio donde Ramos Sucre estuvo internado, la cartilla de médicos que atendía por aquella época, y una lista de los tratamientos que dispensaban a los pacientes que pasaron por allí en 1930. De este último documento se podía inferir qué tipo de tratamiento había recibido el malhadado José Antonio.

No es difícil imaginar que nuestro poeta sufría una depresión extrema, aunque esto nunca se dijo, y yo no soy quién para afirmarlo. Pero pienso que si le hubieran diagnosticado algo parecido a eso, habría recibido una paliza de electroshock, tan común para la época. Por suerte los egregios médicos alemanes equivocaron el diagnóstico, y no fue necesario semejante animalada.

Con todos esos documentos en mis manos, y junto a otros que Enrico prometía enviarme a la brevedad pero que nunca envió, fantaseé con la literaria idea de un Ramos Sucre paciente de Freud, o de Jung, y herví mi cabeza pensando en escribir algo, una especie de La montaña mágica (montañita, más bien) donde el poeta, cual Hans Castorp, echado en las tumbonas del sanatorio (el de Merano, por las fotos, era un verdadero spa de lujo, muy parecido al de la novela de Mann) dialogara con otros enfermos, y sobre todo dijera cosas tan increíbles como las que decía en sus poemas.

Sin embargo, el asunto del género me atormentaba: ¿qué iba escribir? ¿una novela? ¿un cuento? ¿acaso una docu-ficción? (¿existe algo llamado así?) En algún momento tuve la ilusión de tener en mis manos una primicia (eso pensaba en mi tonta cabeza), un tubazo, como dicen los periodistas, y por lo tanto lo más indicado hubiera sido realizar un extenso reportaje que pudiera vender a diversos medios (en aquella época necesitaba vender hasta mis calcetines).

Recuerdo que una vez estuve a punto de pasarme por Merano, incluso cuadré una reunión con Enrico, quien me ofreció alojamiento en su casa. Pero al final no se qué diablos pasó, no tuve tiempo ni dinero, quizás tampoco ganas, y nunca conocí Merano. Y como la realidad suele tener la forma de una inmensa muralla (y muchas veces la de un abismo) no hice absolutamente nada, dejé el tiempo pasar y no escribí ni una línea. Además, a los pocos meses me separé, y tras mi salida de Madrid esos documentos quedaron en un limbo, completamente inaccesibles.

Ahora no tengo nada. Ni fotos escaneadas, ni docu-ficción, ni reportaje. Nada. Ni siquiera el e-mail de Enrico. Sólo me quedan estas desbaratadas anécdotas que, como mucho (aunque no es poco) servirán para tomarme unas birras con mi amigo Rubi Guerra, narrador de raza para quien no fueron necesarias ni fotos escaneadas, ni cartillas médicas, ni remotos tratamientos italianos para escribir su premiada novela La tarea del testigo.

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La tarea del testigo fue Premio de Novela Rufino Blanco Fombona. Se puede leer la reseña (también premiada) de Carolina Lozada acá.

Juan Sánchez Peláez y Ramos Sucre

Guillermo Parra, autor del blog Venepoetics, comparte con nosotros una anécdota sobre el poeta Sánchez Peláez y Ramos Sucre:

He estado trabajando en traducciones al inglés de Juan Sánchez Peláez y por eso he conocido a su viuda Malena. Hablando con ella hace unos meses en Caracas, me dijo que cuando Juan era niño vio a Ramos Sucre en la plaza Bolívar. Iba caminando con sus padres y ellos le dijeron: «Ese señor que esta allí es el poeta Ramos Sucre». Me encanta imaginar esa escena, Sánchez Peláez y Ramos Sucre en la plaza Bolívar. Trato de imaginar qué habrá pensado ese niño al ver ese hombre vestido de negro.

Amplío la interrogante de Guillermo. Trato de imaginar qué impresionó a Sánchez Peláez: si la frase «ese señor es poeta», si el respeto de sus padres por ese oficio, si la insinuada exhortación en esas palabras, si la intriga por la conjugación del hombre y la palabra «ramos» y el color negro, si el hombre vestido de negro meditando poemas, si la ignorada o incomprensible llamada de un destino…

* Notas relacionadas: Biografía de Ramos Sucre por Guillermo Parra en el blog del Project for Innovative Poetry.

La tarea del testigo. La reseña de Carolina Lozada

Las alusiones a Ramos Sucre en La tarea del testigo, novela de Rubi Guerra y ganadora del premio de Novela Corta Rufino Blanco Fombona del 2006, se exploran brevemente en esta reseña de Carolina Lozada, ganadora del II concurso de reseñas del equipo de ReLectura y del Grupo Editorial Santillana. Reproduzco por su temática el texto de Carolina, que se encuentra en el magnífico blog de reseñas 500 ejemplares.

Escribir sobre personajes entrañables, e incomprendidos en su época, supone un arduo trabajo de búsqueda y reconstrucción. Un acto que implica adentrarse en otros tiempos, otros contextos, otros cuerpos y miradas. Rubi Guerra así lo entiende y de este modo lo asume en La tarea del testigo (Caracas: El perro y la rana, 2007). Novela que narra el viaje hacia Ginebra, la enfermedad, el tránsito por los sanatorios europeos y los últimos días de un sugerido José Antonio Ramos Sucre, a quien el autor tiene el pudor de nombrar sólo con dos iniciales: J.A. En su narración, Guerra apela a un amplio repertorio de estilos: lo que leemos de las dificultades de esa travesía, entrecortada por el insomnio y las dolencias, está contado en cartas, en relatos oníricos y en descripciones salidas de historias del cine (en especial de “M”, de Fritz Lang, y “El gabinete del Doctor Caligari”, de Robert Wiene).

Ganador del Concurso de Novela Corta Rufino Blanco Fombona (2006), el libro de Guerra conjuga la brevedad de sus 92 páginas con la hondura del expresionismo alemán, cuyos mundos distorsionados por la pesadilla sirven de contexto a la historia contada. El desequilibrio onírico es de gran utilidad en la descripción de la estadía de ese hombre enfermo y atormentado en tierras extranjeras. Así se puede justificar el carácter casi sobrenatural de las aventuras del Cónsul J. A., a veces solo, otras acompañado de un personaje checo, Konrad Reisz, uno de los pacientes que comparte con J.A. la permanencia en la clínica de Merano. Juntos viven sucesos de tinte fílmico, como actos de espionaje y persecuciones. La presencia de Reisz deja entrever una posible reinvención a partir de otro checo: Kafka.

Todos estos elementos permiten apreciar cómo el autor apuesta por una técnica en la que las variadas alusiones a la literatura y al cine enriquecen la significación del texto. La novela de Rubi Guerra es por ese motivo al mismo tiempo ficción y metaficción. El acertado manejo de estos recursos hace de La tarea del testigo una obra compleja y a la vez sutil, escrita igualmente con esmero, sobriedad, precisión y soltura. Su punto más alto se halla en el final, cuando la muerte definitivamente le gana la batalla a J. A. Allí las páginas refieren el encuentro decisivo entre el narrador (el testigo del título) y ese hombre narrado, convaleciente en una cama, en la oscuridad de sus días de junio:

Me sorprendo de cómo se ha encogido tu cuerpo: desaparece en las sábanas en un gesto de infinita discreción. Persigo algo que decir una palabra definitiva que convoque el sentido de belleza, de la vida o de cualquier otra cosa —y no se me ocurre nada. Tú abres una vez más los ojos y me miras con serenidad, con extrañeza, tal vez con afecto, como desde el otro extremo de un puente muy lejano (pág. 86).

La conversación transcurre como una confrontación hecha de manera retrospectiva, desde el presente del narrador, cuando se sabe ya cuál ha sido el destino de la obra de J. A. y cuál fue su papel en la historia política de su país de origen. Ese momento representa la confesión vital del vínculo que existe entre un autor y aquello que imagina. Estas últimas páginas de La tarea del testigo consiguen anclar al lector en medio de ese puente entre dos tiempos y entre dos distancias, entre esas dos voces: la del personaje que agoniza y la del testigo futuro de una convalecencia lejana.

El símbolo en José Antonio Ramos Sucre (v) – Gustavo Luis Carrera

V. A fin de cuentas, no debe sorprender la profunda y decisiva correspondencia entre Ramos Sucre y la estética romántica del sueño, de la subjetividad y del símbolo. Como bien destaca Todorov, se trata de una estética con un siglo de adelanto, que abre una concepción todavía no cerrada en nuestros días. ¿Y cabría una más eficaz y sugerente caracterización de los textos poéticos de Ramos Sucre que la dedicada, proféticamente, por Novalis a las futuras composiciones literarias?

Relatos descosidos, incoherentes, con tantas asociaciones como los sueños. Poemas perfectamente armoniosos, simplemente bellos, de palabras perfectas, pero también sin coherencia ni sentido alguno, al máximo con dos o tres estrofas inteligibles, que deben ser como puros fragmentos de las cosas más diversas. La poesía, la verdadera, puede a lo sumo tener en conjunto un sentido alegórico y producir, como la música (…) un efecto indirecto.

Consecuente con esta búsqueda secreta y oblicua de la realidad —y sobre todo de sus propias realidades—, Ramos Sucre no sólo se afirma sobre el símbolo en su expresión primigenia de palabra clave y de unidad constituida por el sintagma simbólico, sino que imbrica secuencias simbólicas hasta lograr la totalidad, la estructura llevada al cunjunto del símbolo metafórico, a la obra simbólica en esencia e integridad. Magnífica muestra de esta plenitud es el poema en prosa «El sopor», visión del propio poeta en su dimensión sensible, histórica, cultural y estética, símbolo de lo individual de la poesía, en consecuencia; y cuya lectura será el más estimulante término de estas consideraciones cumplidas en compañía de Tzvetan Todorov y en pos del quimérico José Antonio Ramos Sucre.

No puedo mover la cabeza amodorrada y vací. El malesta ha disipado el entendimiento. Soy una piedra del paisaje estéril.

El fantasma de entrecejo imperioso vino en el secreto de la sombra y asentó sobre mi frente su mano glacial. A su lado se esbozaba un mastín negro.

He sentido, en su presencia y durante la noche, el continuo fragor de un trueno. El estampido hería la raíz del mundo.

La mañana me sobrecogió lejos de mi casa y bajo es ascendiente de la visión letárgica.

El sol dora mis cabellos y empieza a suscitar mis pensamientos informes.

Caído sobre el rostro, yo represento el simulacro de un adalid abatido sobre su espada rota, en una guerra antigua.

* Notas relacionadas: El símbolo en José Antonio Ramos Sucre (iv) – Gustavo Luis Carrera.