Dios es la ley primordial del Universo. Es, por consiguiente, inflexible”. El aforismo de Ramos Sucre condensa, aparentemente, la breve historia de «La venganza del Dios». Sobre todo el paralelismo “El Dios velaba el crimen de los hombres . . . El Dios los castiga”, que enlaza la omnipresencia de Dios y su justicia. Pero esta inmediatez de la pena —falta aquí la Segunda Venida y el dilatorio proceso de un Juicio Final— junto con su perversa instrumentación, levantan dudas sobre el carácter de una divinidad que parece actuar impulsada por la cólera y por la fatuidad y no por la misericordia, y cuyos indirectos métodos purificadores son menos propios de un paciente redentor amoroso que de un sarcástico ego hipersensible.
Esa visión luce cercana a otro provocador aforismo del poeta: “Dios es el soberano perezoso de una monarquía constitucional, en donde Satanás actúa de primer ministro”. Tales metáforas jurídicas del encuentro entre la voluntad divina y la transgresión casi mecánica de los hombres, inesperadamente emparentarían a Ramos Sucre con Tertuliano, quien introdujo en la teología cristiana la rigurosidad legal de Roma, y cuyo término satisfactionis define lo que las divinidades del poeta esperan de nosotros: la reparación por la ofensa.
Lo aproximarían aun más, sin embargo, a Nietzsche. Éste, en otro contexto jurídico —el del crimen laesae majestatis divinae—, ya había comentado lo irónico de un dios todopoderoso al que nada puede dañar excepto el irrespeto, que eleva todo desaire personal a punto de honra cósmica y cuyo amor no puede sobreponerse al rencor y la represalia.
“La venganza del Dios” sería así un examen de la fascinación divina por lo punitivo y sería también una advertencia contra sus intervenciones redentoras, puesto que en ellas se desatan, so pretexto de legalidad, sus exhibiciones de inclemencia, las vanidosas y fatales manifestaciones de su carácter perturbadamente justo. Esta lectura confirmaría los comentarios sobre la “escritura de tono satánico” (Francisco Pérez Perdomo) o “amiga de cierto displicente satanismo” (Ludovico Silva), y la sospecha sobre la personal “adhesión a un cierto satanismo” (Oscar Sambrano).
La inmediata e inconmovible exigencia divina de compensación indicaría por ende el atractivo estético y espiritual que tienen para Ramos Sucre las relaciones más personales que jurídicas que la divinidad sostiene con nosotros, el hechizo artificial de una providencia severa y resentida que se ocupa menos de aliviar sufrimientos y más de infringir sanciones y contabilizar ofensas.
Pero aun si aceptamos esta visión, habría que cuidarse de asumir que lo estético o artificial implica siempre una actitud displicente o indiferente, y no algunas veces una manera sumamente indirecta o sutil de explorar e interpretar lo social y político. No deberíamos, en consecuencia, preterir las desafiantes implicaciones de la terminología jurídica y política en ese irreverente marco teológico: “ley primordial”, “inflexible”, “soberano perezoso”, “monarquía constitucional” y “primer ministro”.
Las metáforas de la soberanía divina servían en la antigüedad para exaltar la presencia insoslayable, el carácter magnánimo y el poder ilimitado de Dios, y por extensión de sus delegados terrenales. Los autores del libro de Crónicas, por ejemplo, anotaron con reverencia que el Señor gobierna los reinos de la tierra, pero se los encargó a Ciro, rey de Persia, para que liberara a Israel de la esclavitud babilónica (2 Crón. 20:6; 2 Crón. 32:23.).
Pero dos mil quinientos años después, menos crédulos y más contenciosos, deberíamos contemplar la posibilidad de que la crisis en la “tierra amena” y las irreverentes caracterizaciones del régimen jurídico y político del cielo apunten sutilmente a los condicionamientos de las taras y sinrazones de un sistema de gobierno en la tierra; que apunten en el contexto de la dictadura de Juan Vicente Gómez, por ejemplo, a la incesante y exterminadora violencia de las guerras civiles venezolanas y a las aberraciones de un jefe de estado inflexible y cruel, que sólo puede imponer orden a través de cruentas e irrevocables sanciones arbitrarias.
Deberíamos entonces contemplar la posibilidad de que esta antiteodicea sea el examen de un orden social y político cuyo fundamento es el cansancio y el miedo de la propia violencia, y de los aterradores resultados de su descontrol. Se trata, por tanto, de proponer una lectura que asuma que Ramos Sucre no está simplemente reexponiendo, aunque sea en forma magistral, un material mítico o histórico —por ejemplo, la parábola de los labradores homicidas de los Evangelios—, sino releyendo y reelaborando críticamente esos mitos y esa historia. Se trata de leer con Ramos Sucre, no de ser leídos por Ramos Sucre.
Se trata no de describir o participar en la crisis imaginada por el poeta, sino de intentar seguir su examen de la crisis, de los mitos asumidos en ella, de los límites de la lógica que la gobierna, de las condiciones que favorecen su apropiación, y, todavía más, su examen o su cuestionamiento de nosotros, lectores ingenua o excesivamente fieles, que nos apropiamos, que reproducimos la lógica y los mitos de la crisis, plegándonos a ellos. Leer con Ramos Sucre en lugar de ser leídos por él, porque mucho peor que malinterpretar o tergiversarlo, es reproducir en nuestra lectura las actitudes y mitos examinados por él, es convertirse en objeto del probable examen o crítica intuida o pensada por él.