«El secreto del Nilo» es uno de los pocos textos de Ramos Sucre, sino el único, que alude a una relación homosexual: la del emperador Adriano y su protegido Antinoo. Curiosamente, no ha sido examinado por quienes hablan de la misoginia o de la «sexualidad atormentada» del poeta. Confieso que el tema me interesa poco, y que mis notas intentan seguir mi conocido hilo sacrificial y sus implicaciones sociales o políticas. No sugiero con esto que la temática sexual no atravesará mis notas, sino que, simplemente, el énfasis no estará en ella. Pero seguramente alguno me recordará que el énfasis es una forma del disimulo.
El secreto del Nilo
Adriano estaba inconsolable con la pérdida de su favorito en el río cenagoso, entre saurios torpes. Había perecido cuando ostentaba los atributos e insignias de Apolo.
Las palmeras descabelladas presenciaban una vez más el sacrificio del sol, anegadas en la penumbra del momento solemne, y una pirámide abrumaba el horizonte de modo inexorable.
Adriano había seguido las inspiraciones de una curiosidad impía y las enseñanzas de una crítica presumida, al visitar osadamente el país de los mitos sabios, espectador inmóvil del misterio.
Adriano se ha reclinado sobre el zócalo de un monumento derruido, en la vecindad del río inagotable, y descubre una imagen de su pensamiento en la actitud de un gavilán, el mismo del rito indígena, ensañado en aventar las plumas de una víctima.