Durante más de un año he compartido mis reflexiones sobre sacrificio, retórica y conflicto social e histórico en cuatro textos de Ramos Sucre: «El disidente«, «Duelo de arrabal«, «La venganza del Dios» y «A un despojo del vicio«. He enfatizado en ellos las alusiones judeocristianas. Ahora me gustaría enfocar otra tradición sacrificial a que alude el poeta: la de griegos y romanos. Ya me he referido parcialmente a ella al comentar el destino de Palinuro en «El ramo de la sibila» y el de Hipatia en «El retórico». Dejo ahora el texto «Del ciclo troyano» para continuar la serie.
Del ciclo troyano
Polidoro, hijo último de Príamo, demasiado joven para los deberes militares, vivió lejos de la patria cercada y en la corte de un rey fementido, donde lo había relegado el celo afectuoso de los suyos.
No sabía del asedio funesto, ni de su término en la noche de lamentos, tinta en llamas, cuando cayó bajo el hierro de su huésped, mudado en pro del vencedor.
Su tumba, asombrada por áspero matojo que emite una voz compasiva, suscita el miedo en los peregrinos de Virgilio.
El príncipe venía macilento por efecto de un monólogo suspiroso. Pensaba en Ifigenia, escapada de en medio del sacrificio y a punto de morir, refugiada entre los sármatas, cuyos corceles infatigables hieren un suelo de nieve marmórea. Había tratado a la virgen tácita, de reposado continente y blando paso, en uno de los santuarios insulares, donde amistaban los pueblos comarcanos, separados por los agravios personales de sus reyes. Clitemnestra alentaba la pasión de los niños; pero su esposo la vedaba por el interés de la política y por la insinuación de los sacerdotes, necesitados de una víctima regia.
Clitemnestra salva a su hija con valiente superchería, y medita años continuos el desquite.
Espera en su cubil de leona durante el decenio de la lid fatal, repartido entre ventajas y reveses: más de una vez el regio esposo, holgado y soberbio, no obstante el peso de las armas flamantes, increpa las catervas de los suyos, amedrentados porque un trueno fortunoso recorre las alturas, y Héctor desordena el campamento, redoblando su furiosa acometida de vendaval.
Clitemnestra dispone la muerte del real consorte, en reparación de su voluntad desoída, en desagravio de su vil sumisión, propia de las cautivas ganadas a lanza; y el crimen acontece la noche misma del regreso y sigilosamente, en medio del angustiado clamor de los pájaros nocturnos, de vuelo disparado y errátil.