Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado II (Tomás Eloy Martínez)

Simultáneamente, en la correspondencia a su hermano Lorenzo —que este libro [Los aires del presagio] revela por primera vez—, la autosuficiencia de Ramos Sucre estallará con todos sus soles: se esmera en recomendar a Yépez, a través de los amigos de Lorenzo, ante los núcleos del poder en Maracay. No se trata de restituir un favor con otros favores: es, simplemente, una manera de afirmar que él, pese a su desvalimiento, dispone también de resortes para ayudar y servir: que detrás de su inutilidad hay una solidaria utilidad. El huérfano —insinúa— puede ser también un padre.

Y a la vez, instaura una rígida tiranía doméstica, según la cual todo movimiento de la familia hacia la Cultura fracasará si desdeña su guía. En ese punto es autoritario, intransigente, dogmático. Escribe pequeños manuales sobre el arte de la expresión justa, en el que abundan los verbos imperativos. Compone minuciosas instrucciones para iniciarse en el aprendizaje del inglés y del francés. Formula reglas fonéticas y explica cómo se forman los tiempos de los verbos. Ofrece cuadros de lectura que deberán conocerse de acuerdo con el orden que él ha establecido y en las versiones (generalmente francesas) que él indica. «Ocúpate dé leer primero los libros que te aconsejo —ordena— y no te dejes guiar en este punto por más nadie». Su autoridad debe ser admitida como un principio de fe.

Poco a poco, va extendiéndola, sobre todo a través de Lorenzo. Alentado por la aceptación que suscitan sus consejos intelectuales, comienza también a dictar normas de vida: «Evita las malas compañías —escribe en 1921 al hermano casi adolescente—. Vive solo, pero sé amable». Y más tarde, en 1928: «Es necesario que vivas en paz, perfectamente disimulado, absteniéndote siempre de llamar la atención». De manera recurrente, en textos contemporáneos de sus desazones económicas, previene también a Lorenzo contra las ganancias fáciles y lo instruye en el hábito del ahorro. «No hay hombre que sepa hacer negocios en general, no hay sino especialistas. Yo te recomiendo un negocio fácil: depositar los ahorros en una caja de ahorros» (9 de abril, 1930).

En las orillas de un clima político donde ni siquiera están permitidas las licencias del pensamiento y donde el éxito social sólo es posible a través del disimulo y de la moderación en las maneras, Ramos Sucre trata de fundar, a tientas, otra forma de poder. Las cartas al hermano van dibujando en él la tentación de imponerse a la comunidad como un Escritor: vale decir, como un justo en quien se encarna la potestad de educar, de condenar y de vaticinar. El don de profecía, que ambiciona por encima de todos los otros, es sin embargo el que se le muestra más esquivo: Ramos Sucre está demasiado sumido en el pasado como para contemplar libremente el porvenir.

No hay otros ejemplos de escritor pleno en la Caracas de su época, otros creadores que conciban la escritura como un oficio excluyente. Su propuesta de Poder está situada casi en las antípodas de las que por entonces podían formular los intelectuales comunes, para quienes el texto era un mero camino hacia el reconocimiento público, hacia las funciones oficiales o hacia el esplendor social. El no estaba dispuesto a participar de los ritos de adulación o de las intrigas palaciegas que facilitarían su acceso hacia el otro Poder, el político y militar. Nada de eso. En una Venezuela desdeñosa de la inteligencia, Ramos Sucre quiere contemplarse a sí mismo como el dueño de un imperio cuya fuerza no es inferior a la de los señores de Maracay. En cierto modo, él también es Juan Vicente Gómez: su contrafigura, su retrato en negativo.

Le importan poco la incomprensión y el desamor en que caen sus dos últimos libros. Tiene la certeza de la gloria, porque la gloria le está debida. Pero sabe que no servirá para modificar lo que él es ya ni para rescatar lo que pudo haber sido. Su pretensión última es sentir que la sociedad enferma, silenciosa y tiránica en la cual vive ha engendrado, por fin, un Escritor: también enfermo y aislado, también tirano. «Creo en la potencia de mi facultad lírica. Sé muy bien que he creado una obra inmortal y que ni siquiera el triste consuelo de la gloria me recompensará de tantos dolores» (25 de octubre, 1929).

Los dolores a que alude se llaman Pasado. Ramos Sucre no sabe cómo suprimirlos. De algún modo son él mismo, el ser que los azares y sus miedos han ido forjando. El procedimiento que elige para valerse es de una complejidad tan innecesaria que no puede sino fracasar: primero se disfraza de otro (o de otros); luego, se aplica a borrar los estigmas del ser que fue.

Con paciencia construye para sí una casa de soledad y frigidez: ambos atributos te permiten sentirse lúcido y no contaminado. El Mal está afuera, en las criaturas gregarias y reales que viven desorientadas por las distracciones del sexo, la política y el dinero. Los parajes que describe dentro de esa casa son llanos, sepulcrales, blancos, quiméricos. Que la vida haya desaparecido de ellos no es una privación sino una salvación. La falta de vida los purifica y ennoblece. Entonces se disfraza. Como el Baudelaire de Jean-Paul Sartre, «persigue el ideal imposible de crearse a sí mismo (…): quiere volver a empezarse, a corregirse como se corrige un cuadro o un poema».

Esa presunción le resulta vana. Tardíamente descubre que ha invertido el orden lógico de la metamorfosis, y que ningún disfraz podrá resucitarlo mientras no sea reescrito el texto de su vida. El único camino posible para él es anular el pasado o transferir los estigmas de ese pasado a las criaturas que ha ido imaginando.

* Notas relacionadas: Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado I (Tomás Eloy Martínez)
| Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado III (Tomás Eloy Martínez).

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