Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado I (Tomás Eloy Martínez)

Le mystere n’est pas encore eclairci mais on en a soulevé un coin du voile.
(Anotación manuscrita de Ramos Sucre en el reverso de su tarjeta de bautizo.)

Más de treinta años se tardó en saber quién era, en verdad, José Antonio Ramos Sucre. Los críticos de su época lo habían definido como un poeta cerebral, impermeable a las respiraciones de la vida y, por lo tanto, condenado a la creación de paisajes irreales o abstractos. Sus textos permitían adivinar, sin embargo, detrás de un sutil enmascaramiento, una historia de soledad, neurosis y desinteligencia con el medio.

Los primeros biógrafos dejaron de él un retrato trivial: subrayaron su erudición pasmosa, su facilidad para el aprendizaje de los idiomas, la seriedad sacerdotal con que dictaba clases. Lo imaginaron orgulloso de su linaje, en el que asomaban héroes bondadosos —el Gran Mariscal de Ayacucho— e ilustres latinistas. Lo creyeron satisfecho de su trabajo como traductor de documentos en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Le atribuyeron quebrantos nerviosos, pero no les encontraron otra explicación que la falta de sueño.

«Su biografía es la historia de sus innumerables estudios», apuntaría Carlos Augusto León en Las piedras mágicas. «No se puede evocar a Ramos Sucre sin pensar en su biblioteca», sentenciaría Félix Armando Núñez en el prólogo a las Obras editadas en 1956. En sus estudios, los dos confieren importancia a la imagen, misteriosa y señorial, que solía dar en los salones de los liceos: «báculo al brazo», «con aquellos ojos suyos, siempre entrejuntos», «a veces recorriendo las calles nocturnas, solo, con su caminar lento y distraído».

Las siete cartas confiadas por Luis Yépez a Rafael Angel Insausti, en 1959, y reproducidas en la primera edición de Los aires del presagio al año siguiente, levantaron al fin «una punta del velo».

Yépez aguardaba a Ramos Sucre en Ginebra desde fines de 1929 para ponerlo en posesión del Consulado General, que él había ejercido hasta entonces, y regresar luego a Maracay en busca de órdenes. El poeta, al principio, se aferra a Yépez para resolver problemas menudos que lo desbordan: quiere que retenga para él la casa que ocupa el Consulado, en la rue du Rhone, pero se niega a discutir el contrato. Firmará lo que Yépez le diga. Durante más de dos meses, antes de empezar su misión, permanece internado en el Instituto de Enfermedades Tropicales, Hamburgo, para curar una amebiasis que —de acuerdo con su diagnóstico personal— es la fuente de los insomnios que lo atormentan. Se siente perdido: ante los médicos y ante el dinero. Aquellos han declarado con excesivo apresuramiento que los parásitos han sido eliminados y que sólo queda en pie el agotamiento nervioso: el dinero del sueldo, por lo demás, afluye a Ginebra por vías demasiado sinuosas, y Ramos Sucre empieza a imaginar que nunca podrá atraparlo. «El director de la Oficina de Consulados, Alamo Ibarra, me prometió domiciliar mi sueldo en Ginebra y yo ignoro cuál método o formalidad debo observar para coger ese sueldo —escribe a Yépez el 13 de enero de 1930—. Yo lo necesito encarecidamente porque debo pagar mi tratamiento».

De manera cada vez más apremiante, menos controlada, Ramos Sucre intercala en las cartas frases de desahogo. Él, que ha ocultado todo lo que era, con una voracidad casi esquizofrénica, ahora necesita encontrar, fuera de sí, un oído solidario: «Los desórdenes nerviosos, mi desesperación, no han cesado todavía. Son muy singulares y me desconciertan por completo. Los insomnios siguen siendo horribles. Si estos fenómenos no desaparecen, habré caído en la desgracia más profunda. Perdería mis facultades mentales». Era autocompasivo e hipocondríaco, pero en modo alguno trataba de suscitar compasión. Simplemente justificaba, en aquella carta a Yépez (6 de febrero, 1930), su largo alejamiento del trabajo y sus apremios económicos. Quería que, de una vez por todas, se lo juzgase como un enfermo.

A medida que se acerca la fecha del regreso a Ginebra, los miedos de Ramos Sucre se multiplican: teme a la debilidad, a la tisis, al ruido y al frío de la ciudad, a la descortesía de la gente. Siempre ha sido un huérfano («Yo poseo el hábito del sufrimiento, pero estoy fatigado de la vida interior del asceta», escribe a Yépez el 25 de febrero de 1930), y la certidumbre de que en Ginebra carecerá de conversaciones, tradiciones y afectos —aun esporádicos— de los cuales asirse, le permite tomar conciencia de que esa orfandad es un ser vivo que no lo abandonará nunca.

* Notas relacionadas: Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado II (Tomás Eloy Martínez) | Ramos Sucre: retrato del artista enmascarado III (Tomás Eloy Martínez).

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3 comentarios

  1. Tarántula
    Publicado el 25/06/2008 a las 2:26 pm | Permalink

    Víctor:

    Sabrás que mi casa familiar está a menos de una cuadra de la del ilustre poeta, en Cumaná. He visto muchas veces su letra prolija e hice una ponencia de las dulces cartas que Ramos Sucre mandaba a su prima(una curiosa historia de amor).

    En mi incursión como vendedora de helados, conocí a un señor muy agradable, ya mayor, apellido Madriz, sobrino de la querida prima de Ramos Sucre, Dolores Madriz.

    Este señor me contó la versión familiar de la muerte del poeta, contada por su padre quien era familia más directa del poeta, puesto que los Madriz eran familia de los Ramos Sucre, esto lo sabrás, supongo. Así que me quedé un poco atónita con la historia, contraria a lo que se cuenta sobre la forma en que murió este ilustre cumanés.

    Saludos y gracias por pasarte por mi blog.

    PD: la versión va para después, hay que mantener la tensión.

  2. Víctor Azuaje
    Publicado el 25/06/2008 a las 2:32 pm | Permalink

    ¡Oh Tarántula!: no nos tengas en tensión por mucho tiempo.

    Por cierto, ¿decidiste voltear el santo?

    Para los que quieran saber del santo Joyce de Tarántula, vayan por aquí a su blog.

  3. Natasha
    Publicado el 25/06/2008 a las 11:52 pm | Permalink

    Caramba, María Inés, que hilo tan tenso has dejado. Qué curiosidad saber la versión de los Madriz.

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